Por el Cardenal Mons. Ouellet (8/10/2008)
En el cuadro de un debate sobre “compromisos razonables” no se puede ignorar el cambio radical que el Estado de Québec acaba de introducir respecto al lugar de la religión en las escuelas.
Este cambio provoca el desconcierto y el enfado de muchos padres que se ven privados, en el nombre de una última reforma y de la modernización del sistema educativo de Québec, de un derecho adquirido. Sin tener en cuenta el primado del derecho de los padres y de su voluntad claramente explicitada de mantener la libertad de elección entre una enseñanza confesional y una moral, el Estado suprime la enseñanza confesional e impone un curso obligatorio de ética y de cultura religiosa en las escuelas tanto públicas como privadas.
Ninguna nación europea ha adoptado nunca una orientación tan radical que revoluciona las convicciones y la libertad religiosa de los ciudadanos. De aquí deriva el malestar profundo y el sentimiento de impotencia que muchas familias experimentan respecto a un Estado omnipotente que parece no temer la influencia de la Iglesia y que puede imponer su ley sin condicionamientos superiores. La suerte más escandalosa es la reservada a las escuelas católicas privadas que se ven obligadas por el juego de las subvenciones gubernativas a dejar al margen la propia enseñanza confesional a favor del curso impuesto por el Estado en todas partes y a todo nivel.
¿La operación de reenfocar la formación ética y religiosa del ciudadano por medio de este curso obligatorio llegará a salvar un mínimo de puntos de referencia para asegurar una vida común y armoniosa? Lo dudo y más aún estoy convencido de lo contrario, ya que esta operación se hace a costas de la libertad religiosa del ciudadano, sobre todo de la de la mayoría católica. Además está basada exclusivamente en un “conocimiento” de las creencias y de los ritos de seis o siete religiones. Dudo que los profesores, verdaderamente poco preparados para asumir este desafío, puedan enseñar con completa neutralidad y en modo crítico las nociones que son para ellos incluso menos comprensibles que sus propias religiones. Se requiere de mucha ingenuidad para creer que este milagro de enseñanza cultural de las religiones fabricará un nuevo pequeño habitante de Québec, un pluralista, un experto en relaciones interreligiosas y un crítico de todos los credos. Lo menos que se puede decir es que la sed de valores espirituales estará muy lejos de ser apagada y que una dictadura del relativismo corre el riesgo de volver más difícil la transmisión de nuestra herencia religiosa.
La cultura rural de Québec expone una cruz un poco por todas partes en el cruce de las calles. Esta “cruz del camino” invita a rezar y a reflexionar sobre el sentido de la vida. ¿Qué elección se impone a nuestra sociedad para que el Estado tome decisiones iluminadas y verdaderamente respetuosas de las conciencias religiosas de los individuos, de los grupos y de las Iglesias? A pesar de ciertos desvíos debidos a los estímulos recurrentes pero limitados del fanatismo, la religión sigue siendo una fuente de inspiración y una fuerza de paz en el mundo y en nuestra sociedad, a condición de que no sea manipulada por intereses políticos o perseguida en sus aspiraciones legítimas.
La reforma impone que la ley someta las religiones al control y a los intereses del Estado, poniendo fin a las libertades religiosas adquiridas por generaciones. Esta ley no sirve al bien común y no podrá ser impuesta sin que sea precipitada como una violación de la libertad religiosa de los ciudadanos y de las ciudadanas. No sería razonable mantenerla como ha sido emanada, ya que instauraría un legalismo laicista restringido que excluye la religión del espacio público. Los dos pilares de nuestra identidad cultural nacional, la lengua y la religión, están llamados históricamente y sociológicamente a sostenerse mutuamente o a derrumbarse juntos. ¿No ha llegado el momento en que una nueva alianza entre la fe católica y la cultura emergente vuelva a dar a la sociedad de Québec más seguridad y confianza en el porvenir?
Québec vive desde siempre de la herencia de una tradición religiosa fuerte y positiva, exenta de grandes conflictos y caracterizada por el compartir, por la acogida del extranjero y de la compasión hacia los más necesitados. Es necesario proteger y cultivar esta herencia religiosa fundada en el amor, que es una fuerza de integración social mucho más eficaz que el conocimiento abstracto de cualquier noción superficial de seis o siete religiones. Es importante sobre todo, en este momento, que la mayoría católica despierte, que reconozca sus verdaderas necesidades espirituales y se vuelva a ligar a sus prácticas tradicionales para estar a la altura de la misión que le es propia desde sus orígenes.